Sergio Martínez (Santander, 1975) es licenciado en Historia por la Universidad de Cantabria. Actualmente trabaja en esa misma universidad y es coordinador editorial del Museo Cartográfico Juan de la Cosa (Potes, Cantabria). Ha publicado Las páginas del mar (Grijalbo, 2015) y varios libros de investigación y divulgación. La ciudad enfurecida es su segunda novela.
- ¿Cómo sería si dos personas de igual manera contasen un mismo hecho? ¿Cómo se escribiría la historia?
Ese es el constante quebradero de cabeza de todos los historiadores. La Historia, como disciplina, se basa en tomar los datos del pasado y tratar de hilar un discurso coherente y que resulte esclarecedor. Pero la mayor parte de las veces nos encontramos con fuentes dispares y, lo que es peor, contradictorias. Por eso es muy habitual que para el mismo hecho encontremos no una o dos, sino tres o cuatro versiones de lo sucedido. A la hora de abordar una novela histórica es un poco lo mismo: hay que escuchar muchas versiones y luego construir la tuya propia.
- ¿Por qué cree que la memoria es caprichosa a la hora de recordar hechos históricos?
La memoria, aunque prodigiosa en su capacidad de almacenar vivencias y sentimientos, no escapa del llamado sesgo de confirmación: no recordamos las cosas como realmente nos sucedieron sino tratando de que se ajusten a nuestro modo particular de entender los hechos. Menospreciamos, o directamente borramos, lo que nos molesta o nos causa remordimientos y ensalzamos todo aquello que concuerda con nuestra manera de pensar. Uno de los protagonistas de mi novela lo dice nada más empezar el libro: «rara vez coinciden las visiones que dos personas tienen sobre un mismo hecho, de igual manera que ante el juez nunca se ponen de acuerdo el tendero asaltado y el ladrón detenido».
- ¿Esta historia la maduraste lo suficiente para entenderla? ¿La ves de igual manera o distinta? (ahora que está publicada)
Antes de empezar a escribir la novela había estudiado previamente, y con bastante profundidad, el conflicto que se conoció como la «Guerra de la Navarrería» de Pamplona. Lo había hecho desde la óptica del historiador, tratando de ver los hechos con objetividad. Por tanto, puedo decir que la comprendí en su significación histórica. Pero al escribir la novela no me quedé sólo en esa lectura, sino que fui más allá y me metí en la cabeza de los protagonistas, tratando de entender no sólo lo que hicieron, sino, sobre todo, por qué lo hicieron, por qué se dejaron arrastrar hacia un conflicto tan violento y fratricida.
- ¿Cree que es fácil o difícil jurar y cumplir lo prometido a alguien?
Es muy difícil. En ocasiones juramos algo en función de unas circunstancias concretas, pero estas pueden cambiar totalmente pasado un tiempo y colocarnos así en la tesitura de mantenernos fieles a la palabra dada o adaptarnos a lo que la realidad (o nuestra forma de interpretarla) nos pide que hagamos. En el caso de los dirigentes, además, la palabra no es sólo algo entre dos, sino que muchas veces es algo que has jurado delante de muchos y tienes que cumplir a riesgo de perder la legitimidad. Si bien es cierto que estamos ya tan acostumbrados a lo contrario…
- Decidir nos hace libres, pero también responsables. En el libro tenemos muchos personajes que deciden, pero sobre ellos planea una sombra constante ¿qué personaje si pudiese viajar al pasado de lo que sucedió, cambiaría de opinión o de elección?
Creo que, de todos los personajes, el que arrastra con mayor angustia el sentimiento de culpa y de arrepentimiento es el gobernador Sánchez de Monteagudo. Llegó al cargo con toda la ilusión, tratando de hacer las cosas por el bien del reino, pero no recibió más que golpes por todos los lados: de los nobles, de la reina regente, del rey de Francia, de los vecinos de Pamplona… Si pudiera viajar al pasado estoy seguro de que plantearía de un modo diferente la regencia de la reina Juana y, sobre todo, las traiciones en las que después se vio involucrado muy a su pesar. En el lado opuesto tendríamos a Almoravid que, lejos de arrepentirse de nada, encuentra siempre el modo de justificar su conducta, por mucho que esta fuera deshonrosa o por muchos rodeos que tenga que dar.
- ¿Quiénes son para usted los verdaderos trovadores en nuestros días? ¿Qué hubiese pasado si esta profesión no hubiesen desaparecido?
Un trovador no era más que alguien que contaba historias, fueran suyas o de otros. Por tanto, no creo que hayan desaparecido. Lo que sí que está cambiando, o esa es mi impresión, es quiénes pueden ser considerados «trovadores». Hasta hace no demasiados años existían personas que, por su cargo o su profesión, tenían una voz que se escuchaba sobre los demás: escritores, cantantes, periodistas… Ahora eso se está transformando. El desarrollo de Internet y de las redes sociales ha hecho que todo el mundo pueda expresarse y que su voz se oiga, a veces incluso más fuerte o con más repercusión que la de los políticos, por poner un ejemplo. Es evidente que en la maraña de las redes no todo es brillante, pero sí que hay muchos comentarios, tanto serios como jocosos, que son de una enorme lucidez. Me gusta mucho fijarme en ellos y captar lo que tienen de espontáneo y también de desvergüenza.
- Tenía claro desde un principio ¿quienés iban a ser las voces narrativas en la historia?
La verdad es que no. En principio pensé en hacer algo más clásico: una narración en tercera persona en la que una voz nos fuera llevando por los diferentes personajes y momentos de la trama. Pero no me funcionaba. Al contar su vida los juzgaba y se los mostraba al lector más como estereotipos que como personas reales: el malvado, el traidor, el bondadoso… Pensé entonces en hacerlo en primera persona, con un solo narrador, pero era algo inabordable, ya que un solo protagonista no podía estar en todos los hechos a la vez. Ahí fue donde se me ocurrió intentar algo radicalmente distinto: una historia contada por siete personas a la vez, en la cual sólo conocemos sus visiones particulares y ha de ser el lector quien construya el conjunto en su cabeza. Me pareció tan sugerente que me volqué en esa idea y, a pesar de lo dificultoso que era, creo que funcionó.
- En el libro también somos testigos de algunas costumbres de Navarra y de algunas leyes de antaño ¿Cuáles fueron las costumbres que más le sorprendieron o chocaron a la hora de investigar y dar forma al libro?
Lo que más nos puede sorprender es que en la Edad Media no existiera un marco legal común para todos. Hoy en día puede haber leyes distintas en las Comunidades Autónomas o incluso ordenanzas municipales muy diversas según las ciudades, pero todas están reguladas por leyes superiores y los márgenes no son infinitos. En la Edad Media, en cambio, dentro de una misma población como era Pamplona, existían tres burgos completamente diferenciados jurídicamente. Cada uno de ellos tenía sus cartas de población, sus costumbres, sus exenciones, sus beneficios… y no dejaban que se cambiase una coma o que se atacase ni uno solo de sus privilegios. Ello era una fuente continua de problemas, que en el caso de Pamplona llevó a un enfrentamiento abierto y muy violento.
- Tenemos a Doña Juana como protagonista, sin ella saberlo. Si ella hubiese estado en el lugar de su madre ¿Qué cree que hubiese hecho ella? ¿Hubiese tomado la misma decisión de huir?
Uno de los temas que fluye por toda la novela es, precisamente, la incapacidad que tenían los monarcas para hacer su voluntad. Blanca de Artois, la madre de Juana, se sentía presa en una «jaula dorada». Tenía todo para ser feliz, pero sus decisiones estaban siempre tan condicionadas que, en el fondo, se veía como la más esclava de todos los súbditos del reino. A Juana, en todo caso, le vino todo dado, como había ocurrido con su madre: se concertó su matrimonio con el hijo de Felipe III y llegó a ser reina de Navarra y reina consorte de Francia. Creo que no hubiese actuado de modo muy diferente a su madre, porque en el fondo Blanca hizo lo que resultaba mejor para ella: salir de Navarra y pedir protección a su primo Felipe. El problema es que con su huída dejó al reino sumido en el caos.
- Me gusta ver el homenaje que se hace en la novela a artesanos y profesiones de distinta clase tales como: carpintero, zapatero, panadero, que al fin de cuentas son los héroes o los que hacen el trabajo sucio y difícil en los momentos más complicados.
¿Qué profesión de las de antaño extraña? ¿Cuál le gustaría que volviese a existir?
Al ritmo que llevamos veo más cerca que sigan desapareciendo profesiones a que se recuperen algunas antiguas. Y es una lástima, porque las profesiones manuales no producen objetos estandarizados, sino auténticas obras de arte. Ver trabajar a un artesano tiene el mismo poder hipnótico que mirar arder la lumbre. Me maravilla ver cómo se hace el vidrio, como se trenza el mimbre, como se da forma al barro, como se teje en el telar o cómo se hace ganchillo. Son muestras de una inteligencia muy unida a la historia del hombre, a su evolución como especie, que lamentablemente se están perdiendo y que es muy probable que no se vuelvan nunca a recuperar, ante la falta de maestros. Si tuviese que decantarme por una sería quizá la del alfarero, por la humildad que desprende y que tan bien cantó Machado: «Alfarero, a tus cacharros. Haz tu copa, y no te importe si no puedes hacer barro».
- En el libro también se hace un homenaje a la lengua y a los acentos de diversos lugares del norte de España. ¿Te imaginabas a los protagonistas hablando? ¿es fácil describir un acento o una forma de hablar?
No es fácil, porque tenemos que hacer hablar, con palabras de hoy, a unos personajes que hablarían de un modo muy diferente. La Pamplona de la Edad Media debió ser un crisol de lenguas: el vasco, el romance navarro, el castellano, el francés, el occitano… En cuanto a los diálogos, sí es verdad que me los imaginaba hablando, sobre todo a aquellos que lo hacen de forma más informal, como Anelier, Andrés o Leonor, para que las expresiones sonasen desenfadadas. Es importante que no parezcan discursos, sino conversaciones de verdad que podrían tener dos personas en el día a día.
- Describa a la novela con: un sonido, un sentimiento y un plato típico de Navarra.
El sonido sería una piedra rasgando el aire, mientras esperas en silencio sin saber dónde va a caer o si serás tú quien reciba el impacto. El sentimiento sería el arrepentimiento, la opresión en el pecho cuando piensas que tendrías que haber actuado con mayor dignidad, pero no supiste o no fuiste capaz. Y con el plato típico de Navarra me voy a decantar por unas pochas con chistorra y guindilla; no en vano es una novela muy intensa.
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