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Cocinando a Fuego Lento con Jane Kelder : El puerto de la luz



El Puerto de la Luz no solo es una novela romántica, sino que es también una historia en la que está presente la búsqueda de la identidad. La identidad de la protagonista, que no conoce sus orígenes, pero también la de un lugar, pues la multiculturalidad entró de golpe en la isla de Gran Canaria cuando se creó el Puerto de la Luz. Un lugar ya en sí sincrético, pues el substrato guanche estaba presente en la comunidad española tras la conquista en el siglo XV. Muchos ilustres dentro de la cultura canaria, desde Cairasco de Figueroa en el siglo XVI hasta el pintor Oramas en el siglo XX, han reflejado la cultura prehispánica.
Sin embargo, la llegada masiva de barcos europeos, sobre todo ingleses, no solo hizo que entrara en la isla el influjo de otras nacionalidades, sino también la modernidad. Anclada en un mundo rural arcaico, con una economía de subsistencia, la isla sintió el contraste de un comercio internacional, del capitalismo y de unas comunicaciones que ignoraba.
Durante los años que residí en Las Palmas de Gran Canaria, me sorprendió la huella inglesa que había en la isla. Lo primero que llamó mi atención fueron las casas coloniales de Tafira, sobre todo una de paredes roja al lado de una pequeña carretera bordeada de eucaliptos (“los trajeron los ingleses de Australia”, me dijeron). Luego conocí la calle inglesa (en la que se conduce por la izquierda), la Playa del inglés, el cementerio inglés, los edificios Elder y Miller… Y, ¿cómo no?, palabras canarias como “guagua” (wawon), “queque” (cake) o “nife” (knife), etc. ¿De dónde venía todo eso?
Sin duda, la situación geográfica de las islas fue decisiva para sus relaciones comerciales. En primer lugar, como escala tanto hacia el continente africano como el americano y, en segundo, por su propia producción. Si bien primero fue el azúcar en ser comercializado por los ingleses, pronto fue sustituido por el vino, sobre todo en la isla de Tenerife. También el cultivo de la cochinilla tuvo su época de éxito hasta la mitad del siglo XIX. Pero a partir de ese momento, el plátano y el tomate se convirtieron en los productos estrella, acompañados de las papas, y el asentamiento inglés comenzó a cobrar una importancia determinante en las dos islas principales. A raíz de estas exportaciones (a cambio, principalmente se importaban productos textiles), se decidió, gracias al impulso del ministro canario León y Castillo, la creación del Puerto de la Cruz en Tenerife y el Puerto de la Luz en Las Palmas de Gran Canaria, cuyas obras no se acometieron de una sola vez y, con ellas, llegaron las grandes carboneras inglesas. A través de estos puertos, no solo se introdujo la modernidad (una modernidad que contrastaba con la pobreza y la vida tradicional de muchos canarios), sino también lo que hoy es considerado como turismo sanitario. El clima fue decisivo para que muchos europeos, sobre todo ingleses, vinieran a las islas para curar sus enfermedades pulmonares.
En principio, el capital inglés monopolizó todas las actividades portuarias: suministro de carbón, varaderos, pequeños astilleros, consignatarias… Pero pronto esas mismas compañías pasarían a controlar otros sectores económicos como las operaciones bancarias, los seguros, el turismo y la exportación de productos agrícolas… Se promovió el transporte de viajeros ingleses en esos mismos barcos en los que exportaban los productos agrícolas a Inglaterra. No es de extrañar que, en esos momentos, aquello pareciera una colonia inglesa. En 1902, por ejemplo, año en el que transcurre la historia de la novela, del total de 2.351 barcos registrados en el Puerto de La Luz, 1.356 fueron ingleses, y los de nacionalidad española solo llegaron a 451.
En Inglaterra, el archipiélago canario comenzó a ponerse de moda. Se hacían exposiciones y se publicaban libros sobre ellas, de tal modo que su fama se propagó rápidamente no solo entre la alta sociedad británica, sino también entre aquellos que buscaban una oportunidad laboral.
Pronto, la isla (también Tenerife) se llenó de hoteles, se mejoraron las comunicaciones, se crearon campos de golf, de cricket, de fútbol, sociedades inglesas de todo tipo, incluso protectoras de animales. También los arqueólogos y geólogos encontraron gran interés en la isla. Si bien los Miller eran la familia de referencia en la isla por haber llegado en 1824, pronto fueron muchos los ingleses que dejaron su impronta en ella. El llamado Barrio inglés (hoy, Ciudad Jardín), de casitas coloniales con un pequeño jardín, creció de inmediato. Las islas pertenecían a la diócesis protestante de Sierra Leona y un sacerdote proveniente de aquel país visitaba Gran Canaria con frecuencia y pronto se creó el cementerio inglés (protestante) de San José, aunque hay muchos más en todas las islas.
Este es el escenario con el que se encuentra Natalia, la protagonista de nuestra historia, que viaja a la isla para descubrir quién fue su padre, del que solo sabe que es canario y que conoció a su madre allí 25 años atrás. No llega sola, sino con la señorita Snodgrass, una cincuentona peculiar, y con el señor Nordholme, viudo de casi 60 años con quien se ha prometido recientemente. Y tampoco llega con su nombre, sino oculta tras la identidad de Louise Fairley, a quien ha suplantado sin querer engañar a nadie y, sin embargo, ahora se ve atrapada en su propia mentira. Natalia se ve dividida entre dos nombres, entre dos culturas (la inglesa y la canaria), pero también entre dos hombres, puesto que Dan Nordholme, el hijo de su prometido, será quien le robe el corazón.
Al igual que le ocurrirá a Dan, la lealtad la obligará a refrenar sus sentimientos. Sin embargo, ¿podrá silenciarse la pasión de dos almas jóvenes?
Pero Natalia también se verá dividida entre la verdad y la mentira, porque alguien ha descubierto que ella no es Louise Fairley y aprovechará su engaño para chantajearla.
Se trata de una historia de amor, de mentiras y lealtad en un fragmento de la Historia de España poco conocido en la Península.

Fragmento de El Puerto de la Luz.
Encontraron mesa en una terraza de la Plaza de Cairasco, frente a la sede del Gabinete Literario y, mientras, la señorita Snodgrass pidió un té, Natalia optó por un café bien negro, que no pudo decir si le gustó o no. Más que hablar, allí estuvieron pendientes de todo lo que ocurría a su alrededor mientras fumaban. Se distinguían de inmediato los ingleses de los españoles, no solo por el color de su piel y su expresión, también por sus ropas. De blanco, las mujeres inglesas y, de caqui, los hombres; mientras que los canarios llevaban mayoritariamente ropas desgastadas de campesino o trajes oscuros ya anticuados. Las mujeres locales cubrían sus cabezas con pañuelos, aunque también las había con vestidos algo más distinguidos, aunque más aparatosos que los que usaban las británicas. Pero, sobre todo, se reconocían por el tono de voz que empleaban al hablar. Los británicos mantenían el temple y hablaban bajo, mientras que los españoles eran más impulsivos y menos formales en su modo de comportarse. Había chiquillos corriendo sin madre ni niñera, muchachas que no disimulaban su interés por algún caballero y hombres que no escatimaban en piropear a esas jóvenes. Aquello parecía una estampa pintoresca que había tomado vida. Era como si aquel lugar fuera el elegido por la sociedad para ver y dejarse ver, pero al que se incorporaban sin desentonar momentos de la cotidianidad.
A la hora de pagar, les sorprendió que el camarero prefiriera cobrar en moneda inglesa y la señorita Snodgrass guardó su calderilla española y sacó unos peniques.
–Mañana cruzaremos uno de los puentes de Guiniguada y visitaremos la zona más típica; ahora conviene regresar. Temo que me dé una insolación, a pesar de tanta nube. No comprendo cómo puede estar usted tan fresca.
Al coger el tranvía, les sorprendió que un muchacho fuera caminando por las vías justo delante de la máquina y avisando a la gente de la llegada de la locomotora, lo que ralentizaba el viaje. La señorita Snodgrass preguntó a un caballero inglés el motivo de esa rareza y por respuesta obtuvo que se trataba de una medida adoptada el año anterior con el fin de evitar accidentes, que los había habido con frecuencia.
Se apearon en el siguiente aparadero tal como les habían indicado, el que las dejaba en la zona del Muelle de San Telmo. Al descender del tranvía, la señorita Snodgrass tropezó y, sin llegar a caerse del todo, apoyó mal un pie y notó un dolor intenso en el tobillo. El resto del camino lo hubo de hacer cojeando y agarrada al brazo de Natalia.
Se encontraban ya cerca del hotel Santa Catalina cuando la señorita Snodgrass se resintió y, tras pararse, comentó.
Necesito descansar. ¿Le importa que nos detengamos cinco minutos?
Y entonces fue cuando él la vio.


-Texto y fotografías por Jane Kelder

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